martes, 4 de marzo de 2014

Diario de viaje - París febrero - marzo - 2014 (primera parte)

En Ezeiza una española quiere sacarse una foto conmigo. Le sorprende ver a una argentina rubia y le gusta la leyenda de mi bolso de mano “Como quieres que te quiera”. Para ella y su novio el viaje termina. La chica baila en la cola que nos lleva al embarque en el vuelo hacia Madrid. Yo comienzo. Aunque la aventura de llegar a Europa tuvo un capítulo previo: la búsqueda perversa de dólares o euros, todas las mentiras sobre la compra legal y las oscuras artimañas a la luz del día del mercado negro, tan negro que debería llamar la atención cerca de los bancos y casas de cambio donde se dan datos silenciosos sobre oficinas y negocios donde la venta tiene un alto precio. Pero no quiero pensar en eso ahora sino cansarme y fastidiarme un poco entre migraciones y esperas, y las puertas y los pasillos y toda esa gente que tiene tanta experiencia en viajes y yo tan provinciana que tengo que preguntar ochenta veces para llegar a destino.
               Entro al avión, al viaje que me ha pagado el Ministerio de Cultura de la ciudad de Buenos Aires y paso doce horas un tanto inquieta, permitiéndome ser una ameba que duerme, come y lee el libro de Roland Barthes, “Fragmentos de un discurso amoroso” (estaba leyendo en La Plata la biografía de Evita pero me parecía demasiado obvio ir con un libro sobre Eva Perón a París). Descubro que esta empresa española llamada Air Europa nos cobra tres euros los auriculares para poder escuchar música y ver películas, nos dan poca comida y tienen muchas ganas que le compremos sus vinos en el minibar. Recuero que me gustaba más el avión de Cubana conde nos daban mejor comida y los baños eran enormes. Igualmente me entretengo con mi música y mi libro. Me resulta gracioso cenar a las ocho y desayunar a las once de la noche, porque en realidad, en el aire europeo son las tres de la mañana y llegaremos a Madrid a las cinco, entonces nos dan un desayuno para que enfrentemos con fuerza lo que se viene. En mi caso una escala a Paris y un aeropuerto de Barajas que voy a detestar toda la vida.
               En migraciones nos separan entre europeos, norteamericanos y chinos y el resto del mundo, una fila que va visiblemente más lenta que la otra, la de los ciudadanos a los que no se les hace muchas preguntas. Mientras embarcaba en Buenos Aires había escuchado a una mujer comentar que París también había copiado esta costumbre. En Francia me resultaron bastante más ambles. Cuando estaba por llegar mi turno me di cuenta que había dejado el pasaje de vuelta y la reserva del hotel en el bolsillo de mi valija. Igualmente el gordito de Migraciones me selló después de actuar un reto que no se creía ni él.
                Todavía no hacían girar las valijas de nuestro vuelo y a mi me faltaban cincuenta minutos para tomar mi avión a Paris, sin tarjeta de embarque. Algunos españoles conmovidos me ayudaron a guiarme en los pasillos de un aeropuerto vacío donde nunca llegaba a la vendita ventanilla para despachar el equipaje. Llegué con el último llamado después de haber dejado el champú, la crema y el perfume queme había comprado en la Argentina. Iba a París sin perfume, sin mis pequeños recursos para parecer elegante en esa ciudad de la moda y el glamour. Tenía bronca pero la rabia no me impidió dormir durante las dos horas de viaje y despertarme somnolienta en una ciudad lluviosa, bajar del avión con alguna emoción y empezar a pensar como llegar hasta el hotel.
                 No fue difícil porque en la puerta paraban unos micros que solo viajaban con pasajeros sentados y uno de ellos tenía como última parada Les champs Élysées. Frente a un grupo de franceses un tanto indolentes yo descubría la ciudad. Monparnase, las callecitas abiertas, la encontré fascinante con su arquitectura perfecta, la torre Eiffel que se mostraba esquiva, todo me gustaba. Me gustaba esa manera clásica, elegante de unir lo moderno con el pasado y esa personalidad tan marcada que tiene Paris, en sus edificios, en su manera contundente de ser ciudad de sostener un estilo entre los carteles que pasan publicidades como películas.
              Me bajo junto al arco de triunfo y pregunto por la calle de mi hotel que queda a dos cuadras. Estoy cansada, arrastro la valija pero no puedo dejar de mirar. Ese será mi barrio por un tiempo que me resulta único. Es raro como un viaje, una ciudad puede absorberte tanto que te lleva a olvidar tu vida en La Plata y Buenos Aires, tus ocupaciones. Yo estaba allí como si siempre hubiera estado.
               Mi francés funcionaba a medias y con la chica del hotel decidimos hablar en castellano. Hasta las dos de la tarde no podía entrar a mi habitación pero si podía dejar las valijas y empezar a recorrer. En zapatillas, sin bañarme, despeinada y con la ropa de un día entero de viajes me puse a conocer la Avenue de les Champs Élysées. Recoleto lugar conde los negocios de Cartier y Louis Vuitton ocupan un edificio. Paris también es esto, sus casas de moda, sus joyas y sus mendigos, como el que   encontré en las esquina de mi hotel instaladísimo con su colchón. Había varios en la avenida de los Champs Élysées y supongo que debe ser un dato nuevo para ese París de la opulencia que desfilaba entre montones de turistas.
               Por su puesto que adoro el arco de triunfo porque cada mañana, cuando salía del hotel parecía que me recibía, abierto entre la lluviecita leve y yo sentía que era la señal de un pequeño triunfo. ¿Cómo los franceses no van a ser arrogantes si tienen a cada paso monumentos que los convencen de su grandeza?
               En esa avenida había de todo. Mujeres elegantes y oficinistas que se sentaban a comer sus baguettes en los bancos porque seguramente no podían pagarse en almuerzo en los bonitos bares de la avenue. Los cafés franceses son los mejores. Allí pase mucho tiempo, eran mi gabinete de observación, mi trinchera.
               Entro al café de la Belleville. Los mozos visten de marineros y el lugar es azul. Elijo una de las mesas ubicada en esa especie de galería de vidrio y techitos firuleteados que arman los parisinos para poder comer en la calle en invierno. Me gusta como ponen las sillas y las mesas una al lado de la otra en fila, como la gente está muy junta sin mezclarse en la privacidad de cada mesa, me gustan esa sillitas coloredas tejidas de una especie de mimbre que al tocarlo parece plastificado. Me siento tratada como una reina. El mozo francés es un personaje en sí mismo, una profesión que no está degradada y desvalorizada como en la argentina sino que tiene su impronta. Los bares franceses están entre los más bellos del mundo y tienen que tener para atenderlos a hombres y mujeres que reflejen claramente el ser francés. Y allí están ellos manejando la situación. Te dicen donde te tenés que sentar( situación que me llevó algunas veces a irme del lugar) es que los franceses tienen una personalidad arrolladora, una manera de desplazarse que los vuelve reconocibles entre la infinita cantidad de no franceses, de no parisinos, en realidad, porque estoy hablando de París. De sus mozos ceremoniosos y estridentes, que te tratan como en la corte pero sin ser cortesanos, que no son una figura invisible y servil sino los dueños de ese territorio, que te hablan en inglés o en castellano cuando reconocen un acento que no es propio y que te entregan el tiquete de la cuenta en el mismo momento que te sirven la comida y te desean “bon apetit”.
              Este marinero me trajo un plato tipo fuente. En el centro había una ensalada de tomate, lechuga y demás verduras y en los costados cuatro sandwich cortados en triángulos dobles que tenían pollo, huevo y un montón de verduras y queso. La abundancia francesa a la hora de servir la comida es una señal de que ellos no se andan con chiquitas. Yo comía y miraba esa avenida coqueta donde desfilaban africanos, asiáticos, muchas mujeres islámicas, árabes, turistas, no turistas, franceses del interior, europeos, latinoamericanos y las mujeres francesas tan seguras de si mismas, veinteañeras despectivas como en las películas de los años sesenta. Una ciudad donde todos somos un poco extranjeros y tal vez por esa razón parece fácil habitarla.
           Vuelvo al hotel. La habitación me gusta enseguida. Si bien la ventana me deja un poco encerrada entre los restos de una construcción que parece abandonada o suspendida, el lugar tiene dos armarios, una cama enorme, un escritorio, una heladerita con bebidas, una cafetera, vasos, tasas y un baño con ducha para refutar el mito de los franceses roñosos. Cuelgo la ropa porque soy una chica ordenada, me visto del modo en que me gusta caminar por País y voy hasta el arco de triunfo, a subirme a uno de esos micros rojos con terraza, una excursión para conocer la ciudad que paran justo allí.
           No pensaba conocer París de esta manera pero estoy cansada y me parece que me va a permitir orientarme en una ciudad que es bastante laberíntica. Lo bueno era que por veintisiete euros  yo podía usar ese micro durante dos días seguidos y tómamelo donde lo encontrara.
Recorremos la Plaza de la Concordia y ya me empiezan a poner nerviosa un grupo de turistas colombianos que no paran de hablar. Una chica japonesa no puede cerrar el paraguas. Yo la ayudo enseguida y me sorprendo por mi repentina facilidad con los objetos, la chica se asombra porque hacía rato que peleaba con el paraguas y me dice gracias en inglés. Me acuerdo que en Rayuela decían que traía buena suerte tirar un paraguas roto en el Sena.
          Me encanta el Sena y la torre Eiffel. Antes de llegar a París me parecía una tontería ir a ver esa torre de hierro pero cuando la tuve cerquita y pude ver el trabajo en detalle, ese bordado minucioso me di cuenta que era un símbolo muy claro del espíritu francés. La paciencia en el detalle y la extrema fortaleza, la monumentalidad para mostrar quienes son y todo lo que pueden ser.
           Llegamos a Notre Dame y allí me perdí. Me di cuenta que el micro se había ido y yo entre las ferias y los bares que mostraban su pastelería para la tarde. Encontré uno que parecía el más antiguo, el que expresaba más dulcemente esa tristeza de Notre Dame.
            Allí me hice devota de los croissant. Había muchos jóvenes que hablaban de sus cosas y unas turistas norteamericanas que se reían. La gente le daba colorido a los tonos marrones, a los espejos viejos. Me gustaba estar entre esa rareza, entre los tonos festivos de los turistas. El mozo era un hombre extrovertido, alegre y ceremonioso que atendía sen dejar de ordenar las mesas que estaban vacías. Por esa zona tenían la costumbre de hablar desde lejos, como vociferando, sería una manera de mostrar su dominio del lugar y el trazado que hacía de ese territorio.
            Es muy inquietante ver en París como la cotidianidad se mezcla con el mundo siempre novedoso del turismo, como se puede estar en dos tiempos o en millones de tiempos. Como la actualidad habita el pasado permanentemente, como lo histórico fascina al turista como si se tratara de un espectáculo. El dolor de Notre Dame hecho fiesta en las cámaras de fotos.
            Cumplo con mi promesa de recorrer Paris por puro instinto y me dejo llevar por cada sitio donde me parece que ocurre algo que me convoca. Mi primera impresión de Paris fue la de encontrarme con una ciudad que siempre me estaba proponiendo algo, que no me permitía parar a descansar. Sin saberlo llegué a Saint Germain des Pres, un barrio que me enamoró. Los pasajes que me había alertado Dardo Scavino, las chicas cargadas de baguettes, los bares llenos de jóvenes como si fuera un sábado a la madrugada. En París todos parecían lanzarse a la ciudad, había como un arte de vivir que se mostraba en la manera de presentar las vidrieras, de ver a la gente haciendo cola en teatritos desconocidos. Los franceses parecen sumarse a la búsqueda de los turistas por encontrar novedad, fascinación, entretenimiento en todas partes. A las ocho de la noche filas de solitarios compran comida en los mc donals o en las panaderías.
         Caminando encuentro el Café de la flore, me cruzo con él como pasa con los hechos del destino y entiendo por qué me sentía tan bien en el boulevard Saint Germain, estoy en el barrio de los existencialistas. Me doy cuenta que hay un montón de jóvenes, de chicas solas ocupando mesas y me animo a sentarme aunque ya sea de noche. No puedo postergar las cosas, estoy de viaje y toda mi vida quise conocer ese lugar donde Simone de Beauvoir pasaba sus horas. En París la soledad no llama la atención. Nadie te molesta ni te mira con maledicencia. Hay muchas chicas que llegan solas y saludan a los mozos y parecen estudiantes de la Sorbona, artistas. Hay mucha gente, muchas voces aunque es martes. La gente sale mucho en Paris. Es de noche y pienso en los modos en los que el pasado puede hacerse moderno.
          Cuando salgo el Boulevard Saint Germain esta desierto. Para volver al hotel tengo que cruzar el Sena y entonces recurro a uno de esos taxis negros con luz verde, que casi siempre están conducidos por un africano y veo la torre Eiffel iluminada y pienso que la noche en Paris es estridente.  

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