La primera cola fue bajo la llovizna, cerca de los jóvenes parisinos que
comían baguettes de jamón y queso en la explanada del Pompidou. Un clochard,
también joven, se metía sin reparos y sin que nadie se quejara hasta llegar a la
puerta, olvidando las formalidades de las personas obedientes.
La segunda
cola fue adentro del museo para ser dueños de nuestra entrada. El Pompidou no es
tan bello como el Louvre. Más moderno, es una pecera de vidrio, una torre de
escaleras mecánicas para trepar a la mejor vista de Paris, donde la ciudad se ve
apretada entre techos y cables. Yo necesitaba un poco de contemporaneidad entre
tanto clasicismo y barroco, imágenes con las que pudiera dialogar más de
cerca.
Cuando llegué al quinto piso descubrí que tenía que hacer otra cola
para ver la muestra de Cartier Bresson entonces elegí empezar por El surrealismo
en objetos. Fue una buena decisión porque una vez impregnada de ese mundo
entendí mucho mejor la influencia del surrealismo en la obra de Bresson. En
realidad el acierto fue de los curadores porque las dos muestras están muy
relacionadas.
Creo que nunca aprendí tanto de surrealismo como esa mañana.
El fetichismo de los objetos, los desafíos permanentes a la sexualidad, el
travestismo o la exploración por las formas híbridas del cuerpo. La fascinación
con los animales como continuidad de ese mundo irracional, salvaje, el amor
hacia América latina y culturas que ellos observaban más brutales, más
conectadas con el mundo de los impulsos. El trabajo sobre lo inanimado, el
maniquí, la no vida de ese objeto que simula la vida, todo aquello que los
objetos contienen y dicen fuera de su contexto, inserto en otras realidades, el
modo de trabajar la escultura en un espacio para molestar y descolocar, para
forzar las simetrías y las formas.
Todo eso está en Cartier Bresson, en esas
fotos en apariencia tan realistas, en su habilidad para componer, en el modo de
mostrar los cuerpos siempre ocultos, siempre tapados, señalar partes con su
cámara y mutilar a esa persona, a ese mujer de piernas delgadas. Observar el
instante donde a ese almacenero italiano una cortina le tapa la cara, ver a un
vagabundo envuelto en esas ropas que captura y son su tesoro, su embalaje. Las
miradas, el chico perdido en un paisaje lleno de puntos de fuga. El hombre
saltando en el exacto momento donde su imagen se refleja en el charco de agua.
Todo eso es la muestra de Cartier Bresson, un ejercicio de la mirada, un
aprendizaje de los modos de ver.
Salí empapada, fortalecida, inspirada de
tanta belleza. Compré el catálogo de la muestra en una tienda donde una pareja
de chilenos no dejaba de pelearse.
La zona del Pompidou es un poco más
opaca, extraña, con algunos destellos de abandono. Caminé hasta la comedia
francesa pero ya no había entradas para Antígona. Comí un delicioso crepé en el
bar de la comedia y después volví a pasar por el Louvre y por el pont neuf y el
museo de Orsay.
Necesitaba reencontrarme con Saint Germain de Press que
sonaba distinto un viernes a la noche. Encontré un restaurante llamado los
editores, que tenía enormes bibliotecas detrás de sillones donde cenábamos.
Pienso que si viviera en París iría siempre allí. Cierto aire de clase alta
francesa, culta, seguramente amante de los libros, discreta también. Otro lugar
donde una mujer sola puede sentirse cómoda.
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